martes, 13 de mayo de 2008

Las cosas por su nombre

A ver. No quiero que parezca que soy una de esas secretarias mala onda, a las que una llama humildemente y la dejan mil horas en espera, con esas musiquitas insoportables, para después decir con tono sarcástico: "Noooo señora, no, no atendemos ESA obra social".
No. Que haya personas prepotentes y mal educada no me hace a mi una hija de puta.
Nada más lejano a que yo no tenga ganas de trabajar. A mi, en el fondo, me gusta mi trabajo. Es tranquilo (casi siempre), tengo una cafetera en la cocina que se porta muy bien conmigo, puedo leer el diario en los momentos en que no hay gente. Además, soy una chica sociable y tratar con la gente no me molesta.
Pero no tolero la mala educación. No tolero que se me trate como si fuese una pobre mujer lobotomizada, o una agente de la KGB conspirando para atrasar los turnos mientras me regodeo viendo el sufrimiento.
Todo está en el trato. Si me llama una vieja prepotente que ni siquiera es capaz de decir buen día, exigiendo quién sabe por qué un turno en el momento que ella quiere y me trata como si yo fuese su empleada doméstica que rompió el jarrón de la familia, claramente no voy a tener ganas de resolver sus problemas.
Pero si me llaman amablemente, lo más probable es que apenas alguien cancele su horario, llame y ofrezca ese turno que es unos días antes.
Además, yo tengo muy buena memoria. Me acuerdo perfectamente de quién dijo "gracias" y quién dijo "bueno, yo voy a ir igual".

Cuando hablo de los problemas que el trabajo le trae a mi salud menta, no hablo de todos los pacientes. Hablo de algunos en particular. Si alguien se siente identificado con eso, revise su manera de tratar a las secretarias.
Y nunca, nunca, como facturas en el escritorio. He dicho.

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